Jose Antonio y su primo Rivera


José Antonio era un señor muy importante. 
Le gustaba mucho a todos. 
Todos le querían y hacían muchas cosas para recordarle.
Tenía un primo que siempre iba con él y por eso siempre que le nombraban decían: José Antonio, primo de Rivera.

Los dos eran iguales que Franco, otro muy querido que siempre daba fotos suyas para que las pusieran en los colegios.

Franco tenía una canción que se cantaba muchas veces en las fiestas, pero su letra no nos gustaba a los niños y por eso, cuando los mayores no estaban, cantábamos otra letra más divertida en la que tenía el culo blanco.

En casa nunca se hablaba de ellos.
¿Por qué Franco es tan importante? Preguntaba yo a mi padre.
Y mi padre decía: “Te voy a contar la historia de Fierabrás y Oliveros. Eran dos guerreros famosos que sabían luchar montados a caballo… un día se enfrentaron…”

Y la historia seguía y seguía con multitud de detalles, pero de Franco nada…
- ¿Y José Antonio, el primo de Rivera? Qué hizo él? Insistía yo.
-“Pues verás, decía mi padre, también sé la historia de Pizarro. Pizarro vivía muy cerquita de mi pueblo y de pequeño, como yo, guardaba los “guarros” de los ricos, para que no se perdieran. Cuando se peleaba con los amigos, les hacía correr y les gritaba: algún día, seré un caballero armado y todos vendréis a pedirme trabajo. Tendré una casa grande con mi escudo y me traerán el dinero con varias mulas hasta casa…”

Y así, iba narrando todas las cosas que hizo Pizarro hasta terminar en un país, que estaba muy lejos.
- ¿Y porque Franco tiene un nombre tan largo? Le decía yo a mi padre cuando terminaba la historia.
-¿Muy largo decía él?
-Sí: Francisco Franco Bahamonde, caudillo de España por la gracia de Dios. Explicaba yo de carretilla.
- “Bueno, decía mi padre, el abuelo también se llama: José, Ramón, Daniel, Fuentes Fuentes… No todos podemos ser iguales.


Un día al año era la fiesta de José Antonio y su primo Rivera.



Ese día era muy importante y todos los niños teníamos que ensayar mucho la canción que le gustaba y la forma de cantarla.



Esa semana por las tardes en el colegio, no se hacía nada más que ensayar; todos en fila, con el brazo bien alto y cantando bien fuerte: “Cara al sol, con la camisa nueva…” Sin equivocarse ni un poquito.


Teníamos que llevar super limpios nuestros “Babis” Negros y que no les faltase ningún botón. 
La cinta de la cintura, la que señalaba qué curso hacíamos, sin manchas y bien planchada ese día. 
La mía eran blanca, que  - ¡¡¡menuda suerte!!!  Decía mi madre, porque siempre se me llenaba de tierra cuando jugaba al “Truque”. Las otras niñas, las de verde, azul o rojo, tenían menos problemas, pero a mí me faltaba mucho aún para pasar a esos cursos…
También había que llevar bien blanco el cuello de plástico que se ponía sobre el “babi”. 

Pero, decía mi madre que - “Tararí que te ví”. Eso decía ella. 


- Mañana es el día “señalado” decía el profesor. 
- Os quiero a todos bien puntuales, no quiero tener que dar un “mojicón a nadie” por llegar tarde.

A las doce, nos íbamos caminando en fila desde el colegio hasta la puerta de la Iglesia. Delante de ella estaba una cruz que era de José Antonio y su primo y de más gente que se habían caído mucho por España y les habían puesto una cruz grande con sus nombres. Seguro que se habían hecho mucho daño al caerse.

Los que más cantaban eran los del tricornio que así les llamaba mi padre. Con la escopeta en un brazo bien tiesa y  el otro levantado. 

Y el cura que al levantar el brazo tan alto,  se le veían los calcetines blancos bastante sucios, por debajo de la sotana negra.

 Los profesores también cantaban muy alto y algún otro “chupa tintas” decía mi padre. 

Pero esto no se podía decir en ningún sitio, solo en casa y bajito.

Después de cantar se gritaba: ¡¡¡¡¡¡Viva España!!!!! ¡¡¡¡Viva Franco!!!!!
¡¡¡¡¡Viva José Antonio primo de Rivera!!!!     Varias veces, muy alto, muy altoooo

Luego ya era fiesta todo el día y no teníamos que volver al colegio.

¡Menuda suerte!!!

Primera comunión



Todas las niñas hacían la comunión a los ocho años.

Pero yo, ¡no quería hacerla!

- Pero… ¿Por qué no quieres hacer la comunión?, preguntaba mi madre cada día, casi llorando.

-Pues porque no me gustan los vestidos blancos, ni los zapatos, ni los velos en la cabeza que siempre se me caen. No me gusta ir a catequesis, ni tener que ir siempre a misa… No me acuerdo de esa canción que hay que cantar… Y porque la seño dice que el día de la comunión, también me echarán de la Iglesia si se me cae el velo o si canto muy alto o si hablo con las otras niñas, o si no miro siempre al sacerdote, o si no me arrodillo rápido… ¡no quiero!

Pero el sacerdote estaba compinchado con mi madre y resulta que ahora tenía que hacer la comunión sin remedio. No había otra solución.

- Jarrea ahora mesmo pa la Iglesia, decía mi madre cada domingo y tenía que ir.

- Abuela, ¿tengo que hacer la comunión?

Preguntaba yo cada vez que la abuela venía al pueblo.

Y la abuela se hacía la tonta sin contestar.

- ¿Abuela tengo que hacer la comunión?, insistía yo.

Y ella un día me dijo:

-Anda, hazla y luego nos vamos a La Raña…

Ya me sabía el credo largo y el corto. Me sabía la salve larga y todo el catecismo salteao.

La catequista casi nunca nos dejaba preguntar nada. Pero yo quería saber cosas:

- Cate…¿Qué es bienaventurado?, le preguntaba yo.

- Pues que tiene suerte, que Dios le quiere mucho, que será muy feliz y tendrá de todo porque Dios se lo dará.

- ¿Y mi padre es eso?

- Pues claro, tu padre, tu madre, tus hermanitas…todos somos bienaventurados si queremos mucho a Jesús.

- ¿Yo también?

-Tú también. Pero calla, palraora, ¡que nunca estás quieta ni callá!

- ¿Y en qué lo noto?, preguntaba yo.

- ¿Pero qué tonterías dices?, decía la catequista. Contesta lo que te pregunto sin rechistar y deja de perder el tiempo…no vas a estar preparada para la comunión como sigas así. A ver: ¿Eres cristiano?

- Soy cristiano por la gracia de Dios.

- ¿Donde está Dios?

- Dios está en los cielos, en la tierra y en todas partes.

-¿Cuántos son los enemigos del alma?

- Los enemigos del alma son tres: el mundo, el demonio y la carne.

- Vale, vale… ¡Eso es lo que tienes que aprender y dejar de hacer tantas preguntas!

- Cate…¿Qué pasa si te gusta la carne?, continuaba yo preguntando, pero ella nunca contestaba.

Antes de la comunión había que confesarse con el cura, que escuchaba todo en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

Yo le dije:

- Ave María Purísima.

- Sin pecado concebida, dijo él.

- Me confieso de un pecado: no quiero hacer la comunión…pero la hago porque luego me voy a la raña…dice mi madre que eso es muy malo y que Dios me va a castigar…

-¿Y te arrepientes?

- Es que… me gusta mucho La Raña…

- Arrepiéntete hija, que si no, no puedes hacer la comunión.

- Me arrepiento mucho.

Del día de la comunión sólo recuerdo que la Ostia Sagrada, se me pegó en el cielo de la boca y que quería quitármela con el dedo, pero el sacerdote nos había dicho bien claro:

- Nada de meterse el dedo en la boca, ¡a Dios no se le puede tocar!

Luego vino la abuela y nos fuimos a La Raña con Paco mi perrito y con la burrita.

¡A misa!




A Don Manuel, había que respetarle mucho, como al abuelo o más, porque era el sacerdote.

Era grande y con mucha tripa que se le notaba por la sotana.
Siempre vestía igual: llevaba una sotana larga y negra con un sombrero en la cabeza muy raro, no como el del abuelo.
Caminaba todo el día por las calles y si te le encontrabas, tenías que acercarte y besarle un anillo grandote que llevaba puesto en la mano. Siempre igual.
Y él te tocaba la cabeza y decía:

- Muy bien, muy bien.
Algunas veces te daba caramelos que llevaba en el bolsillo.

Le gustaba mucho que le besaras el anillo. Si no lo hacías, siempre te llamaba para echarte la bronca:

- Pero bueno, ¿crees que no te he visto? Eso no está bien, !ya verás cuando se lo diga a tu madre!

No sé por qué era tan importante besarle aquél anillo, pero mi madre también me reñía si no lo hacía:

- Me ha dicho Don Manuel que te haces como que no le ves...¡Esta niña..! ¿Es que no sabes que eso no se puede hacer? ¡Algún día te va a pasar algo..!

Pero yo sabía que no pasaba nada, sólo la reguñina de los dos si se daban cuenta.

Después de él vino Don Teodoro. Era más joven y no quería que se le besara el anillo,
aunque vigilaba muchísimo que todos los niños fueran siempre a misa.
Y tenía una uva mú agria, Eso decía mi padre.

A mí no me importaba ir a misa, lo malo eran todas las cosas que había que hacer para poder entrar en la Iglesia:
Una chaqueta de manga larga para cubrir los brazos y un velo blanco puesto siempre en la cabeza. Las mujeres tenía que llevaban el velo negro, las niñas, blanco.
En verano, hacía mucho calor y yo no quería ponerme ni la chaqueta ni el velo.
Además, el velo se me caía siempre, no sabía cómo ponermelo... no me gustaba nada, pero nada, nada!

- Mama, decía yo a mi madre, no quiero ir a misa.

- ¿Cómo que no quieres ir a misa? ¡Habrase visto esta niña! ¡Pero que vergüenza Dios mío!¿Pero esta niña qué se habrá creido? ¡Vamos que se vas a ir a misa! Pero bien lista y bien atilgá. Que no tenga nadie que decir!

No había remedio, tenía que ir a misa.

Al poco tiempo, ya había yo conseguido formas de salirme de la misa cuanto antes:


- Esa niña, la que no tiene el velo puesto, la que está ahí en el centro...¡que se ponga el velo!

Decía el cura en mitad de la misa.

- Esa niña, la de antes, volvía a repetir, la que tiene el velo quitado... ¡A la calle!

Otros domingos era lo mismo, pero por no arrodillarme a tiempo o por estar en manga corta.
La chaqueta se me caia de los hombros sin querer y en cuanto el cura me veía, estuviera en la parte de la misa que estuviera, lo paraba todo y decía señalándome:

- Esa niña...¡a la calle!

Yo me salía encantada a la puerta de la Iglesia y esperaba a que todas las demás niñas salieran...

Pero las chismosas se lo contaban a mi madre:

- Que verguenza de niña, decía mi madre. Esta niña no sabe lo que es la jonra y que nádie tenga ná que decir..!
y se ponía muy enfadada.
- Nos va a traer algún problema...tendré que hablar con el cura...¡
¡Mira en qué lios me mete esta niña, mira en que lios!


Y dale que dale sin parar de decir cosas.

-Mama, decía yo todas las veces, Es que hace mucho calor y como tengo el pelo rizao el pañuelo se me cae.
No es culpa mía, es que como tengo el pelo rizao...


Pero mi madre no se tranquilizaba. Cada vez que hablaba con el cura era peor...
Y las vecinas ¡siempre palrando!

Un día el cura me dijo:

- A ver, ¿por qué me das tantos problemas, por qué eres tan rebelde? A ver, dime...

- Pues es que como tengo el pelo rizao... decía yo, el pañuelo se me cae y la chaqueta también, pero no me doy cuenta... es que como tengo el pelo rizao...
Usted dice que Dios es muy bueno... Yo creo que Dios tiene que ser como mi tío José que me quiere aunque se me caigan las cosas.


Esto me costó un enorme tirón de orejas que me dolieron muchos días, pero el cura desde entonces, ya no me hizo tanto caso en la misa.

Mi madre cada vez que llegaba el domingo, se llevaba una sofoquina conmigo.
Y el cura otra.
Al cura se le pasaba al terminar la misa, pero a mi madre no, siempre erre que erre:
Que si la jonra, que si la verguenza, que si qué iba a ser de ella con esta niña...

Así todo el verano.

..

El colegio


(Dedicado a Pilar M. Clares)

Al colegio iban muchos niños y niñas. Las clases de la izquierda eran de los niños y las de la derecha, de las niñas.

Los libros te los daba la seño y había que cuidarlos mucho.

Los babis eran todos negros, con un cuello de plástico blanco. A la cintura se llevaba atada una cinta de colores.

Cada curso tenía un color distinto, yo estaba en el azul, porque dijo la señorita que ese era el que tenía que hacer.

Recuerdo dos señoritas. Una de cuando estuve en el azul y otra de cuando estuve en el rojo:

Doña Consuelo pegaba unos bofetones tremendos a los niños.

Era grande y siempre llevaba la ropa de color azul. Cuando estaba de pie tapaba medio encerao.

Siempre estaba enfadada, siempre, siempre, siempre…

- A ver tú, decía, al encerao!

Esto lo decía cuando tenía ganas de dar bofetones a alguien.

-Apunta: siete, nueve, seis…por tres.

-No sabes escribirlo? !Vamos, rápido, escribe!

-¡Por tres, gritaba, por tres…apunta!

- ¿A sí señorita? Preguntaba el niño.

Y ella se levantaba y…¡bofetón!

Sin explicarle qué había hecho mal, le decía:

- ¡Siéntate! ¡A ver, tú! Y sacaba a otro niño.

Yo me sentaba todo lo detrás que podía y estaba calladita y atenta.

Un día la señorita dijo:

-A ver, tú, la de los rizos. Y me sacó al encerao

-Nueve, siete, cinco…por siete. ¡Vamos!

-¡Siéntate!

Y nunca más me volvió a sacar.

Creo que a ella lo que la gustaba era sólo dar bofetones…

Otra de las profes era Doña Isabelita. Ella no daba bofetones, ni gritaba, ni sacaba a los niños al encerao…sólo hacía punto y preguntaba la lección.

-A ver, decía, quién se sepa la lección que levante la mano.

Luego decía:

-Los que se sepan la lección al recreo, los demás castigados. Mañana los deberes y la lección otra vez.

Por la tarde, tocaba dictado durante toda la tarde:

-Dictado.

Decía, sin levantar la cabeza del punto que estaba haciendo.

-La…mamá…venía…caminando…

Y seguía callada haciendo punto.

Al rato preguntaba:

-¿Habéis terminado?

Los niños siempre decían:

-No señorita.

Y ella repetía:

- la… mamá…venía…caminando…

A los dos meses, una de las mañanas, me acerqué a la mesa de la señorita y le dije:

- Señorita, que ya no voy a venir al colegio hasta que no estemos en el final del libro.Ya he hecho todas las lecciones y todos los dictados y todos los deberes...es mejor que esté en casa, porque ya me he aprendido el libro y me aburro mucho…

La tuvo que molestar mucho que la interrumpiera su punto, porque me preguntó muy enfadada:

- ¿Pero qué dices, que no quieres venir al colegio? ¿Que no te estoy enseñando nada?

- Sí señorita, quiero venir al colegio, pero cuando haya un libro nuevo…

- ¡Vete a tu casa! dijo muy enfadada.

Y yo me marché.

Mi madre también se enfadó mucho conmigo.

-¿Cómo que no vas a ir al colegio? ¿Y qué vas a hacer en casa?

- Es que, decía yo, ya me sé todo el libro y todos los deberes y todos los dictados. Y la seño sólo hace punto… y nunca nos mira los dictados…y tarda mucho en dictar…y me aburro mucho.

Pero el lunes tuve que ir al colegio.

Entré la última y me senté en el último sitio, bien atrás.

Pero la seño me vio. Y dijo denseguida en voz alta:

- Mirad, ya ha vuelto la sabijonda. ¿Ya sí quieres estar en el colegio? ¿Ahora resulta que sí puedo enseñarte cosas?

Yo no le contesté.

Todos los niños me miraban y estaban riéndose mucho de mí.

Durante unos días la seño, dictó más rápido y preguntaba las lecciones.

Durante unos días ponía más deberes y luego los corregía…luego siguió haciendo punto y volvimos como al principio…


(La señorita Consuelo, continúa viniendo al pueblo algunos veranos, vestida aún de azul)


La resolá


Las conversaciones en la resolana, en las largas tardes del verano, eran como tener la “arradio” siempre encendida, pero con noticias del pueblo.

Aunque hablaban entre dientes, se les entendía todo lo que decían, claro que lo que decían no tenía mucho sentido para mí…

Mi madre sabía por qué le llamaban así al tío “media liebre”. Era porque el día que se casó, en la misma mañana de la boda, había ido al campo y había cazado una liebre. La mitad, se la había dado a su madre, que bien se agradecía una cosa así. Y la otra mitad, la colgó encima de la cama, donde se iban a acostar por la noche. Cuando llegaron a dormir los novios, él le dijo a la novia señalando la cabecera de la cama:

- ¡Pa que veas que conmigo no te faltará de !

Las mujeres se reían mucho con esto, pero a mí me parecía bien. No era fácil cazar liebres. Los tíos en la Raña, siempre decían:

-¡total no son joias, ven el lazo antes de que yo lo ponga!

También hablaban del tío “Curanes”, que ahora tenía dos mujeres. Eso decían ellas. Tenía la del pueblo y otra en Alemania, lo sabían porque le habían visto con ella abrazados, sin remilgos ninguno.

Pero lo que más me preocupaba de todo lo que decían era que el tío Andrés “El cojo” había traído un caballo a casa y ahora su mujer estaba muy preocupada y lloraba mucho.

No sé porqué lloraba su mujer, a lo mejor no le gustaba el caballo.

Siempre hablaban de eso y decían:

- Cucha chacha, y ¿cómo lleva lo del caballo?

- ¿cómo lo va a llevar?, imagínate, ¡un caballo! menudo problema y sin poder decir nada, teniéndose que callar…

Y así, dale que dale, muchas tardes…

Yo conocía la casa de esa vecina y era muy pequeña. No podían tener un caballo en casa, pero como siempre hablaban de ello, vigilé a ver cómo era ese caballo y cuando lo sacaban a las cercas, o a beber. Pero nada, nunca vi ese caballo, nunca, nunca, por más que estuviera espabilá para ver cuando le sacaban.

Cuando entré en la casa, miré muy bien y no tenían ningún caballo. Porque la casa era pequeña y yo no le encontré. No había caballo ninguno.

Pero ellas, seguían diciendo que sí.

Un día de los que vino la mujer de “El cojo” a coser con nosotros, ella misma, dijo que era verdad y lloraba por tenerle en casa.

Mi madre le decía:

- Anda chacha, no te preocupes, con algo conseguirán terminar con él.

Y las otras vecinas también dijeron:

- Ya verás como dentro de poco ha desaparecido, que ahora hay muchos adelantos.

Pero ella no dejaba de llorar.

Cuando la abuela vino al pueblo le dije:

- Abuela la tía Josefa tiene un caballo en casa y llora mucho y está muy preocupada. Pero yo no sé donde lo tienen, porque no lo he visto. Y dicen que van a terminar con el o que desaparecerá, pero yo no sé…

Y la abuela dijo:

- Si no estuvieras aparpando moscas, no te enterarías de esas cosas. ¡Y chitón no vaya a ser que tenga que echarte una cucharada de pimienta en la boca.

¡Pues vaya!

(“Caballo” designación local que daban en mi pueblo a la sífilis. Claro está que la aclaración me llegó muchos años después)

En el pueblo


En el pueblo vivíamos cerca de la iglesia y del silo.

Nuestros vecinos eran, la tía Agustina “La gata” la tía Antonia “Carinda”, la tía “Trespana”, el tío Pablo “Jorquilla” y la tía Matilde “La coscona” que era rica.

Vivía junto a nosotros, en una casa pequeñina. Tenía una lumbre para calentarse y un jamón colgao en la habitación, con el que se hacía sopas todos los días…eso decía mi madre.

Cuando vivía su marido, que fue muy importante, vivía en una casa grande y con cosas muy bonitas y caras. Pero ahora la tenía cerrada con todo dentro y vivía aquí, con sólo ase jamón y casi sin leña.

Todas las noches venía a nuestra casa a calentarse con el brasero.

Mi padre decía siempre: -¡dile que ya nos vamos a acostar...! y se reía.

Las mellizas ya habían crecido. Ahora comían unas papas muy ricas que se hacían con harina tostada. Yo siempre me comía la parte que quedaba en el cazo, que me gustaba mucho.

Cuando la tía Victoria iba al río a lavar los pañales y la ropita, yo me iba con ella.

La ayudaba a solear la ropa, a tenderla en las escobas o a tirar del cobanillo cuando regresábamos cargadas para casa. En el verano, el río chico se secaba y había que ir más lejos, al río grande o al pozo “las chapas”. Pero sacar el agua con el cubo para lavar, era mu cansao.

Por las tardes, en la resolana, cuando hacía mucho caló y estaba todo el pueblo quieto, se sentaban todas las vecinas a coser las sábanas, a repasar la ropa o hacer calcetines.
Mientras se oía la novela. A la abuela la gustaba mucho “Lucecita” pero mi madre y la tía Agustina, escuchaban “Simplemente María” que decían que estaba mucho más interesante.

Las niñas jugaban “al truque”, a la comba, a la goma, a pillar…pero a mí se me daba muy mal todo eso y sólo estaba allí sentada. “Dando la tabarra” decía mi madre.

Esto era por el verano, pero en septiembre: ¡comenzó el colegio!

..

De vuelta al pueblo


Aquella mañana era muy fría.

No sé dónde estaba la burrita, pero íbamos caminando.

Había mucha nieve al bajar por el “rincón del Endriná todos los bujeros de los conejos, estaban taponaos.

Era muy temprano, estaba amaneciendo aún, pero antes que nosotros, ya habían cruzado el camino varios jabalines, que habían dejado sus huellas al jundirse en la nieve.

La abuela tenía priesa, caminaba rápido, con las manos bajo el mandil, metidas en los bolsillos de la bata., arrebujada en la mantilla negra.

Los chinatos, cubiertos de nieve, no sonaban al caminar, sólo había silencio aquel día.

Cuando llegamos a ese sitio que sólo nosotros sabíamos, ese donde se cogía la mejor tierra amarilla para jalbegar la puerta de la casa, le dije a la abuela:

- Abuela, tengo que volver cuando haya que jalbegar, porque los calderos pesan mucho para subirlos a las aguaeras tú sola.

Pero ella no contestaba nada.

Y al llegar a la mimbrera, al pasar por entre los rebaños de cabras y ovejas, cuando los perros comenzaron a correr y ladran entre las escobas y chaparras, le dije de nuevo:

- Abuela a mi no me dan mieo los perros y algún día, puedo ir con el tío de zagal, cuando el abuelo lo necesite. Yo sé hacerlo…

Pero ella, sólo caminaba y caminaba.

Al llegar al Vargel, cuando le cruzamos por las piedras grandes que tanto miedo me daban, le volví a decir:

- Abuela, es mejor que en el invierno esté contigo en La Raña, porque si vienes sola al pueblo y el río lleva mucho agua...

Pero la abuela no contestaba nada.

En la fuente de la teja, cuando ya llevábamos mucho tiempo caminando sin parar, la abuela se paró bajo las encinas:

-Tienes que ir a la escuela. Me dijo. Tienes que ir a la escuela…

Me hubiera gustado decirla que no hacía falta, que el abuelo sabía todo. Que hasta los libros que estaban escondidos bajo la cama grande, me los sabía…

Me hubiera gustado decirla que ya nunca me confundía y que el abuelo estaba muy contento…

Pero, me callé el resto del camino, sin decirle nada.


Porque a la abuela, cuando estaba muy triste, era mejor no hablarla y ese día lo estaba, que yo lo sabía.

Tío José



Los tíos estaban todo el día trabajando. Yo no sabía exactamente lo que hacían, pero trabajaban mucho. A algunos casi no los veía.

El más pequeño, que sólo se llevaba cuatro años conmigo, estaba de zagal con el abuelo.

El más grande era el tío José.

Hacía todas las cosas del campo cantando y muy contento: araba con los mulos, desbrozaba con el azadón los campos, iba al pueblo a caballo cuando algo eschangaba y había que arreglarlo, cortaba leña con la jacha grande, ponía los cepos a los zorros, los lazos a las liebres...¡ y más cosas...!

A mí me llevaba con él muchas veces.

Era tan fuerte que me subía a los hombros y caminaba muy rápido.

Yo ponía mucha atención en las cosas y aprendía cómo lo hacía; seguro, que si me dejara, podía poner los lazos en la verea de las liebres…¡era fácil! Y también sabía qué había que hacer para que a las pieles se le quitara el pelo y hacer el tambor de Navidad. Pero yo no podía atarlo porque había que tener mucha fuerza como el tío.

Una tarde, cuando estábamos arando con los mulos por todo el barbecho, dijo el tío:

- ¡Chacho, que bocanás de aire tan caliente están llegando! Quédate aquí, quietecita con los mulos y ten cuidado, que voy al pozo, a beber agua.

Cuando el tío les decía a los mulos: - ¡Soooooooooooooo! se paraban pero que muy quietos y no hacían nada, sólo que todo el tiempo se careaban las moscas con la cola sin parar. Y si se les decía:

- ¡Areeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeemulossssssssss! Pues entonces araban, pero bien derechito, despanzurrando to los terrones.

Como el tío tardaba mucho y hacía una sofoquina de calor, yo quería ayudarle para que terminara y nos fuésemos pronto a casa…

-¡Areeeeeeeeeeeeeemulosssssssssssssss!, les dije yo a los mulos, tal y como lo hacía el tío.

Y los mulos, comenzaron a caminar.

Yo sujetaba con mucha fuerza el arado, para que fuera derechito y bien endilgao como lo hacía él , pero me costaba mucho y se estaba cayendo para un lado, todo torcido…

En los olivos del campo del otro lado, bandás de gorriatos, rebuscaban las acitunas.

De pronto, salieron todos volando. Y los mulos, que son más tontos que los pollos, salieron juyendo con el arado dando saltos por encima de todos los surcos, por donde les daba la gana, derechitos, derechitos hacia la casa.

Yo les gritaba:

- Soooooooooooooooomulossssssssssssssssssss! Bien bien fuerte. Pero nada... ¡tontos, tontos!

Entre el horno y la esquina de la casa, se quedaron atascados y no pudieron pasar. Quietos.

Yo fui corriendo donde el tío y se lo expliqué:

- Los mulos, que son tontos, se espantan de los gorriatos y han ido por donde ellos quieren, sin obedecerme, ni pararse. Han arado muy mal y todo torcido. Ahora el arado está espachurrao y con la reja fuera…

El tío nunca se enfadaba. Como tenía tanta fuerza y su voz era muy fuerte, dijo:

- Muuuuuuuuuuuulooooooooooooo ¡atrás! , mientras levantaba el arado del suelo.

- Tío, le dije yo, no se lo digas a la abuela, porque ella no sabe las cosas que hacen los mulos si se espantan… y luego me llama “babieca

El tío se reía y me decía:

- ¡Anda, palradora, que nunca te callas ni sabes estar quieta!

Pero... no se lo dijo a la abuela.

Tareas

(Libros de casa)

El abuelo tenía colgado junto al espejo que había en la pared, su zurrón con las cosas para escribir. Era de la piel de un chivín muy bonito, que él había curtido, tenía el pelo muy suave por fuera, y dentro, papel de escribir las cartas, un bolí, un lápiz y la goma de borrar.

El zurrón del abuelo, nunca, nunca se podía tocar, ni coger nada de él. Porque el papel era muy caro y no se podía estropear. Sólo el abuelo lo usaba.

Algunas noches, cuando no estaba muy cansado, escribía las cartas a su familia, y me ponía a escribir con él. Me explicaba muchas cosas de las letras.

También me ayudaba a leer, para que pudiera ir comprendiendo las cosas que los libros decían.

A mí me gustaba mucho aprender con el abuelo. Aunque con los tíos daba muchas voces y decía palabrotas muy gordas, conmigo, tenía mucha paciencia. Se reía porque yo decía las palabras al revés y hacía muchos gurripatos al escribir. El libro que más me gustaba era “Frases”. Ya casi me sabía todas las historias, porque muchas noches, cuando el abuelo estaba muy cansado, sino escribíamos, yo leía mucho rato y él escuchaba.

También me enseñaba las cuatro reglas. Pero en esto todavía estaba muy verde, que lo decía el abuelo… y también decía:

- Hay que ir pensando en el colegio…tendrá que marcharse al pueblo…

Yo protestaba:

- Abuelo, yo no quiero ir al pueblo, tú sabes todo. Ya verás como aprendo las cuatro reglas muy pronto y no voy a hacer más gurripatos, voy a escribir, clarito, clarito…

Eso era por la noche, pero por el día, tenía que trabajar con la abuela en muchas cosas:

Por la mañana, cuando la abuela volvía de por la leche, hacíamos el queso que se había estado cuajando.

La abuela tenía unas manos muy fuertes y lo escurría muy bien, para que se secara rápido en las tablas del techo. Con las últimas escurrajas cuando ya casi no quedaba nada, me hacía un quesito chiquinino para mí, ¡pero muy chiquinino! yo lo ponía a escurrirse en la tabla con los otros…pero luego siempre me lo comía antes de que secara. Miajina a miajina, desaparecía todo. ¡Es que me gustaba mucho!
También me encantaban los calostros, pero no siempre los traía el abuelo, sólo cuando las cabras parían mucho.

La abuela, me cocía el suero de la leche y dejaba bastantes zurraspas para que me las encontrase cuando me lo tomaba bien migao con pan.

Algunos días, cuando tocaba hacer pan, nos levantábamos muy temprano, porque el pan era muy difícil y no podía hacerse con prisa. La abuela siempre me hacía una palomita con la masa, y la cocíamos en el horno del pan, pero con mucho cuidado, porque era muy pequeña y se podía quemar…cuando se cocía quedaba reluciente con su cabecita y sus alas. A mi me daba pena romperla y hasta la semana siguiente, cuando se volvía a amasar otra, no me la comía.

¡Todo el día teníamos trabajo, pero todo el día! y por la tarde: el berbajo para los guarros, encerrar las gallinas, recoger los posentes de la puerta, meter leña pa la lumbre

- Abuela, yo no me puedo ir al pueblo, porque hay mucho trabajo y tengo que ayudar…díselo al abuelo…

Y la abuela decía:

- Pá buenas estamos...tendrá que ser lo que sea.

Mis primas

(Foto de la abuela Rufina con las primas)

Mis primas vivían, muy, muy lejos. Había que pasar muchas montañas y caminos; muchos, muchos… El sitio se llamaba Barcelona y decía la abuela que no era igual que la raña, no tenía caminos con “chinatos”, ni tierra amarilla para pintar las paredes, ni tenía colmenas como las del abuelo, ni jaras, ni olivos…

No sé si me gustaría esa Barcelona, tenía que ser muy fea.

La abuela también decía:

- a ver cómo te portas, porque las primas no son como tú, son pequeñas y se asustan mucho. Ni se te ocurra llevarlas donde haya bichos, ni a jugar en los robles, ni dejes que el perrito, les salte encima.

_- La tía las tiene muy limpitas y con unos vestidos preciosos que no pueden mojarse ni llenarse de tierra…hay que tener cuidado.

Yo no conocía a mis primas… ¿serían así por tener que estar en un sitio tan feo?

Pero tenía ganas de que vinieran, a lo mejor no era todo como la abuela decía.

Llegaron montadas en la burrita con la abuela.

La tía tenía una cosa con la que las miraba y decía que hacia “afotos”. Pero yo eso no lo conocía. La abuela me había enseñado una “afoto” del abuelo cuando estaba en la mili…quizás las primas también quedarían así, a lo mejor era eso…

Cuando la tía me dejaba jugar con ellas, me lo pasaba muy bien. Las llevaba a levantar piedras para que aprendieran donde estaban los bichitos, pero sin jugar con ellos, ¡que si se enteraba la abuela! Y también les enseñé donde se escondía un erizo que yo conocía. Cuando la tía estaba muy entretenida, nos poníamos debajo de la higuera y con cuidado lavábamos en la pila de la ropa… ¡es que tenía que enseñarlas muchas cosas!

El día iba bien, pero por la tarde, cuando anochecía, la tía siempre se enfadaba conmigo:

- ¿qué le has hecho a las niñas? Mira que sucias están, mira, tienen mojado el vestido y lleno de tierra. Pero bueno, qué has estado haciendo con las niñas, ¡mira cómo tienen las manos! Y muchas más cosas así.

Pero todo no era culpa mía, ellas solitas habían cogido los higos del suelo y se los habían guardado en los bolsillos. Se habían mojado porque se metieron en la pila, ellas solas.

-Tía, decía yo, es que “la Juanita” quería lavar el vestido de “la Marimar” y se lo llenó de jabón y así no se hace…

Pero la tía no me escuchaba y continuaba diciendo esto y lo otro…

A los pocos días, las primas ya habían aprendido mucho: tiraban pan al perrito para que lo cogiera saltando y ya cantaban la canción al “curacurato” cuando nos lo encontrábamos por los olivos: “curacurato, curacurato, si no me cantas la misa, te mato” aunque aún no sabían pisar con fuerza al “curacurato” para que muriera si no cantaba, eso siempre lo tenía que hacer yo.

Un día mi prima Juanita se enfadó conmigo y me decía:

- ¡tú no sabes las cosas que yo sé, ni sabes hablar catalán, ni sabes decir las cosas como se dicen en el cole!

- A ver di: àvia, mamella, germana, poma, noia, gos… ¡a ver, dilo!

- ¡Pues no quiero decir eso que no se entiende nada!

Mi prima decía que yo no sabía nada y que nunca podría ir a Barcelona ni a ningún sitio.

- Abuela, le decía yo cuando mi tía no estaba, la prima dice que yo no sé las cosas del colegio y que no puedo ir a Barcelona…

Y la abuela decía:

- ¿que tonterías son esas? Tú vas a ir al colegio, pero bien pronto.

- ¿Y a Barcelona? Preguntaba yo.

- A Barcelona no hace falta ninguna ir, “pá” lo que tiene que haber allí!

Cuando las primas y la tía se marcharon, la abuela, el perrito y yo, nos quedamos tristes, nos dio mucha pena que se fueran…

Yo estuve pensando en esa Barcelona donde Vivian, pero no sabía cómo podía ser ese pueblo tan grande y tan raro que no tenía casi nada!

...

Rajatablas


Ya hacía mucho tiempo que no íbamos al pueblo.

La última vez que fuimos me vine muy enfadada, ¡pero mucho!!

Mi madre y mi tía me llevaron con ellas al pueblo próximo para que una señora que se llamaba “matrona” revisara a las “mellizinas” y ver si estaban bien.

Fuimos en la burrita de la abuela. Las niñas ahora estaban algo más grandes, pero seguían siendo muuuy pequeñas y no decían nada: sólo dormían o lloraban.

Ellas iban en las “aguaderas”, colocadas bien arropaditas para que no tuvieran frío y estuvieran calladitas y yo iba con mi tía montada en la burra, aunque algunos ratos también caminaba con mi madre, para que la burrita descansara de tanta carga.

¡Estaba muy lejos! Salimos por la mañana temprano, yo tenía sueño y me cansaba, pero era importante que a las niñas las viera esa “matrona”.

El lugar olía muy raro y tenía muchas cosas que yo no conocía. A las niñas las pusieron en una mesa y las hacían muchas cosas: las midieron con una cinta, las pesaron en un plato grande, las tocaron mucho la tripa…yo estaba sentada y escuchaba con atención porque la señora estaba dando “las rajatablas” a mi madre:

- Esto, decía, a rajatabla. Y esto otro a rajatabla. Y así todo el rato.

Cuando terminaron las rajatablas, le dio a mi madre varias cajitas muy bonitas con dibujos de niños por fuera y llenas de cositas muy especiales, y la dijo:

- ¡mucho cuidado con esto, es para las niñas y tienes que dárselo como yo te he dicho, ni más ni menos!.

Luego, sin nada más, la señora matrona, dijo:

-¡venga, adiós, hasta otro mes!

Y nos salimos.

- Mama, decía yo, aún no podemos irnos y tiraba de ella. Pero ella y mi tía, estaban liadas con las mellizinas y me decían:

-sal, pero rápido, ¿no ves que tienen que pasar otras niñas? ya es tarde, anda, date prisa en salir y calla.

Yo estaba muy enfadada. Y cuando volvíamos para casa, no quería hablar y estaba llorando.

- ¿Y ahora qué te pasa a ti? Dijo mi madre. ¿Qué mosca te ha picado?

- Pues que nos hemos venido y a mí no me han dado ninguna rajatabla, ni cajitas, ni me han medido con la cinta, ni me han visto la tripa…¡ni nada!!!!!!!!

- Anda, anda, dijo mi madre. ¡Que rajatablas ni que narices!

Y lo decía muy enfadada conmigo mientras tiraba de mi mano para que caminase más rápido andando detrás de la burrita.

- ¡Pues yo quiero mis rajatablassssss!!!!!! , gritaba yo mientras lloraba todo lo que podía. ¡Y quiero mis cajitas con cosas especiales!!!!!!!

¡Quiero mis rajatablasssssss!!!!!

Así todo el camino…

Mi madre le decía a mi tía:

- Qué niña ésta, menuda “tabarra” nos está dando. ¡Mira la “perra” que está cogiendo! A saber de qué está hablando. Desde luego, ¡que rara nos ha salido!

Al llegar a casa, cuando vino la abuela y dijo que nos marchábamos a La Raña al día siguiente, me alegré mucho: ¡¡ya no quería estar en el pueblo nunca más!!

..


Los pollos son tontos



- ¡Los pollos son tontos, pero muy tontos!
Gritaba yo corriendo junto a la abuela, que montada en la burrita, arreaba para llegar lo antes posible.

La abuela se había marchado temprano, como muchos días, a la casa grande donde estaba el abuelo.
Yo también me levanté temprano, justo cuando la oí marcharse, porque antes que ella regresara, tenía que ver si los pollos eran tontos o no.

La abuela siempre decía: estos pollos son muy listos, pero muy listos... Pero yo sabía que eran tontos.
Ellos no hacían las cosas que Paco y yo podíamos hacer: No sabían hacer carreras, ni caminar por las paredes, ni columpiarse, ni subir a los olivos, ni coger lagartijas... ¡ellos no sabían coger lagartijas!!
Eran muy tontos, sólo comían y ya está.

Cuando la abuela se marchó, lo preparé todo.

En la pared de la cuadra, los tíos tenían colgados los cepos. Eran para cazar los conejos y las liebres.
No se podían tocar porque eran muy peligrosos, pero yo sabía hacerlo ¡no pasaba nada!
Los podía coger y luego colgarlos otra vez...subida a la banqueta, llegaba a cogerlos.

Primero solté los pollos del gallinero, después cogí los cepos y los puse en el resolano de la puerta. Los abrí con mucho cuidado.

Los pollos andaban corriendo por todos los sitios. Los llamé como lo hacía la abuela, mientras tiraba maíz por encima de los cepos: ¡pitas, pitas, pitas...!
Vinieron como locos! Y se comieron todo el maíz muy rápido. Pero los más tontos de todos, pisaron los cepos sin tener cuidado.

Solté a los pollos que se habían quedado en los cepos y colgué los cepos de nuevo sobre la pared, para que la abuela no se diera cuenta de nada.
Pero los pollos de los cepos, se caían si caminaban y andaban todos locos en el resolano dando saltos y agitando las alas... ¡eran más tontos!!!!

¡Menudo lío!

Salí corriendo por el camino por donde regresaba la abuela. Ya se oían los pasos de la burrita, auque, aún faltaba para llegar hasta la casa.

- Abuela, la dije, ¡los pollos son tontos, pero muy tontos!
-¿Qué le pasa a los pollos? - decía la abuela, temiéndose ya, alguna gorda.
Y yo le conté todo:
- Pues que son tontos, que son muy tontos y no pueden andar...!
- ¿Cómo que no pueden andar? ¿Qué les pasa a los pollos?
- ¡Que son tontos y se caen..! Repetía yo.
La abuela, arreaba más a la burra, yo casi tenía que correr tras ella...
- ¿Qué les pasa a los pollos, qué les pasa a los pollos? Gritaba la abuela desde la burra.
Y yo, se lo repetía:
- ¡Pues que son tontos, que no caminan, que son muy tontos!!!

Cuando llegó la abuela a la puerta, donde todo el estropicio y se bajó de la burra, yo estaba bastante lejos, frente a la casa, donde los pinos grandes...es que, la abuela se había puesto muy nerviosa y había que esperar.
Si se enfadaba mucho no entendía las cosas...

La abuela me llamaba:
- ¡Ven aquí y dime qué has hecho con los pollos!
- ¡No les he hecho nada abuela¡ gritaba yo desde los pinos,
- ¡es que son tontos!
- ¡Ven aquí! Insistía ella.
Pero no podía ir aún, porque la abuela no entendía las cosas.

Hasta que el abuelo no regresó por la noche, no fui a la casa.
La abuela había matado los pollos y los estaba desplumando en el agua caliente.
El abuelo preguntó:
- ¿Porqué has matado tantos pollos?
- ¡Sabré yo lo que hago..! dijo la abuela muy enfadada.

Durante varios días, tenía que andarme con mucho cuidado, no estar cerca de la abuela y hacer las cosas que me mandaba pero muy rápido!!!

Ella no volvió a decir nada de los pollos, pero yo sabía que… ¡si volvía a tocar los cepos...!

...

Aprendiendo



Desde que llegó el perrito, todo cambió.
Ya no podía estar tanto con la abuela, ni con los tíos, ni con el abuelo...ahora tenía que enseñarle muchas cosas y vigilarle siempre, que estuviera siempre conmigo... para que no le pasara nada.
El abuelo dijo:
- ¿Cómo se llama el perro?
Pero yo no lo sabía...el tío Paulino no dijo nada de eso. Que yo lo recordaba todo...
- Paco, se va a llamar Paco.
A mí ese nombre no me gustaba, ¡porque él no era un hombre, era un perro..!
Yo le dije al abuelo:
- ¡Abuelo el perrito no es un hombre..!.
- Pues claro que no es un hombre, ¡pero se llama Paco!
El abuelo decía las cosas de verdad, a lo mejor él sabía que se llamaba así.

Cuando el perrito estaba jugando, yo le llamé:
- ¡Paco, ¡vamos! Y él vino enseguida. ¡Era verdad, se llamaba Paco!, el abuelo tenía razón. ¡Es que, el abuelo sabía muchas cosas!

Paco era muy listo y siempre me ayudaba: cuando encontrábamos un “Curacurato” él ladraba mucho. Aunque aún no sabía, que si el gusanito no obedecía, había que pegarle un pisotón muy fuerte. Eso, lo tenía que hacer yo siempre, porque él no lo sabía hacer.

La burrita de la abuela estaba todo el día comiendo “yerba”, enfrente de la casa.
Por la noche, la llevábamos donde los mulos y el caballo.
La abuela, la ponía un buen puñado de avena, para que se la comiera con la paja. Tenía que hacerse muy fuerte, para cuando fuéramos al pueblo.
Algunas tardes la abuela la montaba un poquito, para que se fuera acostumbrando y a mí también me subía. Yo lo hacía muy bien...no me caía ni nada y cuando me dejaba la abuela el ramal, la podía llevar yo sola. ¡Era muy fácil!
Pero algunas veces, cuando no quería caminar, bajaba la cabeza y se ponía muy tonta. Había que decir:
- Burraaaaaaaaaaaa!!!!!!!! Y tirar muy fuerte del ramal. ¡Así levantaba la cabeza!
Costaba mucho que lo hiciera, pero yo podía hacerlo, ya sabía...


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